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jueves, 31 de marzo de 2022

¿Qué relación existe entre el neoliberalismo, la guerra contra el Terrorismo, la COVID19, la cuarta revolución industrial y la guerra en Ucrania?

 José Ramón Cabañas Rodríguez*         29 de marzo de 2022

Con la renuncia a la globalización y a la interconexión de la cual algún día se pretendió beneficiar Washington, de forma consciente, o por accidente, va empujando a terceros a observar nuevas realidades, establecer alianzas impensables y a ser más realistas en sus entornos
Esta pregunta en su conjunto parecería intentar relacionar cuestiones inconexas, o simplemente atraer la atención para un titular. Pero con un poco de observación y búsqueda de información, la respuesta se presentará sola.
 
Sobre los principios neoliberales estamos escuchando al menos desde la década de los años 70 del siglo XX. Diez años después ya estaban Ronald Reagan y Margaret Thatcher asentados en el poder y preconizaban desde Washington y Londres, respectivamente, los cánones de un movimiento que se presentaba como una nueva colonización tanto en lo económico, como en lo político.
 
Estado pequeño, poca regulación, libertad para los capitales, eran consignas que se repitieron en varios idiomas y latitudes. El centro le explicaba a la periferia que estas recetas traerían éxito y ganancias por sí mismas, sin develar que las condiciones que se exigían a terceros no eran las que se aplicaban en casa de los gestores del proyecto.
 
Coincidiendo con la desaparición de la URSS y el llamado campo socialista comenzaron a surgir las primeras propuestas de tratados bilaterales o multilaterales de libre comercio. Aunque esa era la nomenclatura utilizada, cuando se leía la letra pequeña se trataba en realidad de acuerdos que permitían la entrada ilimitada de capitales foráneos en las economías más débiles, sin restricción alguna.
 
En América Latina y el Caribe el programa de las llamadas Cumbres de las Américas, nacido en Miami en 1994 tenía casi exclusivamente ese propósito, hasta que sufrió el fracaso del 2005 en Argentina.
 
También por aquella época comenzó de forma acelerada el proceso de reformas económicas en países como China y Vietnam, el cual tenía al menos una diferencia básica del esquema neoliberal clásico: las grandes masas seguían siendo el principal beneficiario del crecimiento económico.
 
A grandes rasgos estos eran los principales sucesos de un mundo unipolar a las puertas del siglo XXI, cuando Estados Unidos utilizó la ocurrencia de hechos terroristas en su territorio como excusa para invadir naciones en el Medio Oriente, tratar de apropiarse de recursos minerales enormes en esa región y acercar áreas de conflicto a la nueva Rusia y a la renovada China. Esa aventura requirió la aprobación de recursos multimillonarios estadounidenses, que no fueron utilizados para modernizar su base productiva.
 
En la primera década del siglo, comenzaron a identificarse claramente los perdedores de la apuesta por el neoliberalismo al interior de Estados Unidos. Empezó a delinearse el llamado cinturón de óxido (rust belt) en parte del medio oeste, la agricultura se paralizó en el centro del país, donde desde el presupuesto federal se le pagaba a los productores por quedarse en casa. Con la misma velocidad que crecía Sillicon Valley como símbolo de la nueva economía, naufragaba el Detroit automovilístico, que representaba un país que ya no sería más. Y entonces vino el estallido del 2008, la segunda peor recesión en 100 años.
 
Estos son los verdaderos orígenes de la polarización política estadounidense reciente. El discurso político extremo surge entre los ganadores y perdedores de la apuesta por el libre comercio al interior del principal país promotor y gestor. Y frente a un aparato estatal que es cada vez más incapaz de responder a las necesidades de todos, como alguna vez pretendieron presentarse los keynesianos.
 
Es un error pensar que Donald Trump trajo el discurso extremo a la política estadounidense, pues no pasa de ser un oportunista que hace carrera con los problemas de un país, sin ofrecer soluciones reales. El American divide ya estaba ahí y él solo lo puso en escena y cobró por las entradas.
 
Su llamado al nacionalismo, a que la OTAN pague sus propios gastos y a retirarse de conflictos armados no reflejan un estado de salud mental, sino la realidad de que los recursos ya no les alcanzan a Estados Unidos para ser la primera economía, presentarse como “faro de libertad” y jugar un rol hegemónico en el espacio multilateral, todo a la vez.
 
El equipo de gobierno de Trump, representante en su mayoría de la vieja economía, trató de corregir por medios ejecutivos lo que Estados Unidos ya era incapaz de lograr en la pura competencia económica. A falta de mayor productividad, eficiencia y baja inversión en investigación más desarrollo, sobrevinieron las supuestas nuevas negociaciones sobre los viejos acuerdos de libre comercio y las guerras de tarifas e impuestos contra los representantes de las principales economías en ascenso. China, en particular, venía demostrando que la derrota estadounidense no sucedería como producto de una guerra nuclear o de otro tipo, sino en el terreno en el que supuestamente Washington había sido y sería superior: el de la economía, la producción, los servicios, la innovación.
 
Como telón de fondo de estas rivalidades venía sucediendo la llamada cuarta revolución industrial, con los avances en la minería de datos, en la robótica, la nanotecnología y la inteligencia artificial. La puja por el liderazgo en estos campos merece un análisis por separado y tiene implicaciones para todos, pero baste decir en esta ocasión que los dirigentes chinos se han empeñado en presentar regularmente nuevos avances, ante los que del lado estadounidense no se responde con nuevos ingenios, sino con sanciones, es decir, con más intervención estatal que el neoliberalismo pretendía reducir. Vienen a la mente los anuncios desde Beijing sobre los nuevos sistemas de comunicación de quinta generación, o el lanzamiento múltiple de satélites para la exploración del espacio profundo.
 
Y entonces se hizo presente el enemigo que no estaba en el radar de ningún estratega militar: el SarsCOV-2.
 
De la conflagración originada por la Covid19 se podrían extraer muchas conclusiones, pero a los efectos del presente texto, es suficiente decir que se trata de la primera crisis mundial no bélica en la que Estados Unidos ni siquiera intenta capitalizar el momento ante el resto del mundo. Además, en términos de costos en vidas humanas, y en recursos económicos, significaría que Washington en realidad sale derrotado de dos guerras al mismo tiempo: Afganistán y la pandemia. Un millón de fallecidos (hasta la fecha) y una cifra aún mayor de traumatizados, y de personas que sufrirán otras afecciones de por vida, es algo que el país no conoció en ninguna contienda anterior, ni en la suma de varias de ellas, cuando tuvo a un enemigo que culpar por las bajas propias. En esta oportunidad las víctimas son producto de la incapacidad del sistema (o la multiplicidad de ellos) sanitario estadounidense de ofertar un servicio de calidad universal, educar a las personas en los riesgos, cohesionar a la sociedad en función de un propósito, dejar atrás supersticiones e ideas mezquinas para simplemente guiarse por el resultado científico. Esta vez el enemigo estaba en casa, y fue peor aún que cuando el 11 de septiembre del 2001, aunque esta vez no hubo imágenes apocalípticas que presentar en la televisión.
 
Ese es el Estados Unidos que estuvo tras las fichas del ajedrez para cercar a Rusia, alimentando todos los programas de cambio de régimen en el entorno del espacio postsoviético y que ahora intenta encabezar una reacción en toda la línea contra un Moscú que respondió ante la provocación.
 
Es un Estados Unidos que ataca no sólo al ejecutivo, a los estrategas militares, o al ejército que considera su enemigo, sino a Rusia en toda su extensión, a la historia antes y después de los zares, a la cultura y hasta al gentilicio, que muchas veces confunde con el soviético. Pretende borrar de los libros de historia la gesta de Octubre y la de Stalingrado, el vuelo al cosmos y otras hazañas tecnológicas. Intenta lograr lo que llamaría victoria por satanización o demonización absoluta. Y este no es un objetivo en el corto plazo.
 
Pero en ese empeño Estados Unidos ya no logra arrastrar a lo que denominaron antes como “mundo occidental”, a las “democracias” y ni siquiera a toda Europa. Con la renuncia a la globalización y a la interconexión de la cual algún día se pretendió beneficiar Washington, de forma consciente, o por accidente, va empujando a terceros a observar nuevas realidades, establecer alianzas impensables y a ser más realistas en sus entornos.
 
Estas tendencias están en franco desarrollo y habrá que esperar hasta las elecciones de medio término en Washington este noviembre, o quizás hasta los comicios presidenciales del 2024, para poder construir escenarios más definitivos.
Director del Centro de Investigación de Política Internacional - CIPI - Cuba

viernes, 18 de marzo de 2022

ANÁLISIS DEL CONFLICTO EN UCRANIA.

 Daniele Perra

El siguiente análisis se divide en tres secciones diferentes y trata de evaluar el conflicto a través de los aspectos del derecho internacional, la doctrina militar y los datos económicos. En concreto, aunque se reconoce que, como afirmó Karl Haushofer, la geopolítica no es una ciencia exacta, se intentará demostrar que la acción rusa, lejos de ser "fallida" o mal planificada (como se presenta en un Occidente siempre más alejado de la realidad), es producto de un cálculo frío y racional de costes y beneficios.


Sobre el punto de la ley


Es muy difícil evaluar según los criterios de un derecho internacional esencialmente estadounidense lo que parece ser una agresión militar de una potencia no occidental. Sin embargo, cabe recordar que Rusia, en el pasado (intervención en Siria y anexión de Crimea bajo el concepto de Responsabilidad de Proteger), ha intentado a menudo presentarse como un Estado que actúa precisamente de acuerdo con esta ley.

En primer lugar, el derecho internacional actual puede verse como una especie de jus contra bellum que se opone al concepto de justa causa belli. Este planteamiento teórico antimilitarista es, por supuesto, pisoteado sin especial conmoción entre la opinión pública siempre que la guerra la lleva a cabo la potencia hegemónica a nivel mundial (Estados Unidos) o la avanzada occidental en el Levante (Israel). A este respecto, hay que recordar que existen algunas excepciones a la violación de la integridad territorial de un Estado (teóricamente) soberano. Esto se permite en caso de autorización del Consejo de Seguridad de la ONU o en caso de autodefensa colectiva necesaria. Esta autodefensa (el caso ruso) debe cumplir dos criterios: a) necesidad; b) proporcionalidad.

Está claro que la intervención rusa es el producto inevitable de la lucha de Occidente contra el más que legítimo derecho a la seguridad de la segunda potencia militar del mundo. Moscú no puede tolerar una nueva expansión de la OTAN hacia el este, con la consiguiente instalación de sistemas de misiles en Ucrania capaces de alcanzar el territorio ruso en pocos minutos (la nuclearización del espacio geográfico ruso ha sido el sueño de la cúpula militar estadounidense desde el final de la Segunda Guerra Mundial); Moscú no puede tolerar la instalación de laboratorios biológicos militares estadounidenses en sus fronteras[1]. 1] Es igualmente evidente que la intervención militar rusa (no más de 70.000 efectivos) puede (al menos en teoría) cumplir el criterio de proporcionalidad.

Hasta aquí nos quedamos en el muy complejo campo del "ataque preventivo" utilizado en varias ocasiones por sus homólogos occidentales (Israel en 1967, Estados Unidos en 2003 en Irak sobre la base de pruebas falsas). Fuentes de los servicios de Moscú también se refieren a una posible operación ucraniana a gran escala en el Donbass (mediante el uso de milicianos entrenados en Polonia por la OTAN) que habría sido evitada por la acción rusa. Más allá de esto, hay otros dos casos de intervención "legítima": (a) la violación del principio de diligencia debida; (b) la usurpación.

La primera se aplica en respuesta a los ataques de grupos terroristas y bandas armadas (es decir, de actores no estatales) cuando el Estado con jurisdicción sobre estos actores no toma las medidas debidas (Ucrania frente a grupos paramilitares, según la interpretación rusa). La segunda se aplica cuando un Estado (Ucrania) ejerce funciones gubernamentales en el territorio de otro Estado (las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk reconocidas como independientes por Moscú en la época anterior al conflicto). A esto se añade, y sin duda parece ser el argumento más fuerte a favor de Moscú, el incumplimiento de los Acuerdos de Minsk y las repetidas (por brutales que sean) acciones militares ucranianas para restablecer el orden en las regiones del este del país, que no por casualidad son también las más industrializadas y ricas en recursos.

A la luz de lo que se ha escrito hasta ahora, está claro que cualquier justificación de la intervención militar rusa en el plano del derecho internacional es, como mínimo, bastante débil. En realidad, se trata más bien de un intento de superar el positivismo normativo (y la hipocresía sustancial) del derecho internacional centrado en los Estados Unidos en nombre de una idea de nomos de la tierra vinculada a un concepto histórico-espiritual de posesión y pertenencia al espacio geográfico.

Por último, además del hecho de que el propio derecho internacional se interpreta a menudo (especialmente por las grandes potencias) a voluntad, no se puede olvidar la sugerencia que Iosif Stalin dio a Chiang Ching-kuo, delegado de la República de China ante la URSS al final de la Segunda Guerra Mundial: "todos los tratados son papel mojado, lo que cuenta es la fuerza"[2].

Aspectos militares


El ex militar y analista de la Fundación para la Defensa de las Democracias, Bill Roggio, ha argumentado que la propaganda occidental ha llevado a una total incomprensión de la estrategia militar rusa en Ucrania. 3] En particular, Roggio señala que Occidente se centró erróneamente en la tesis de que el fracaso de la toma de Kiev en los primeros días del conflicto significaría inevitablemente el fracaso de la acción rusa.

Ciertamente, Moscú pensó que la entrada de sus tropas en territorio ucraniano podría haber generado un colapso inmediato del gobierno de Kiev. Sin embargo, esto no significa que no se haya planificado una estrategia para hacer frente a este acontecimiento. El análisis de las fuerzas sobre el terreno, en este caso, habla bastante claro.

Desde hace días se habla de una columna de tanques rusos de más de 60 km de longitud estacionados inmóviles en las afueras de Kiev. ¿Por qué no es atacado por el ejército ucraniano? ¿Por qué no entra en Kiev?

A la primera pregunta, el ex general Fabio Mini respondió que dicha columna no está siendo atacada simplemente porque Moscú controla el espacio terrestre y aéreo[4]. Por eso Kiev sigue pidiendo una Zona de No Vuelo que nunca llegará (siempre que el fanatismo de las franjas más extremistas del atlantismo no opte por la guerra mundial). Entrar en Kiev, con el riesgo de ser aplastados en una guerra de guerrillas urbana entre facciones ucranianas que ya luchan entre sí (el asesinato de un negociador más proclive al compromiso es la demostración más evidente de ello), no es necesario, dado que la reunificación entre las fuerzas rusas que llegan del norte y las que llegan del sur cortaría a Ucrania en dos, haciendo imposible el abastecimiento de las tropas y milicias que operan en el frente más caliente, el oriental. Impedir la entrada en los centros urbanos y controlar las infraestructuras energéticas sigue siendo el objetivo principal de la operación militar rusa. El ataque a la central eléctrica de Zaporizhzhia ha sido mencionado varias veces. Pues bien, ningún analista parece haberse dado cuenta de que justo encima de la central se encuentra el canal que en 2014 (tras la anexión de Crimea) se cerró con el objetivo preciso de estrangular la península del Mar Negro en términos de agua. El control de esta infraestructura es crucial para restablecer el suministro de agua en la región.

Llegados a este punto, ante el éxito propagandístico del ex actor Volodymyr Zelenskyi, cuyos perfiles en las plataformas sociales son un triunfo de las noticias falsas y de las declaraciones de apoyo de la élite del atlantismo (Von der Leyen, Biden, Draghi), del sionismo y de las multinacionales vinculadas a ellos, cabe hacerse otra pregunta: ¿por qué Moscú ataca a los repetidores de televisión pero no cierra Internet?

Aquí es donde la cuestión se complica. Como señaló el ex general de la Fuerza Aérea China Qiao Liang, la guerra del siglo XXI es ante todo una ciberguerra inseparable de su aparato tecnológico. Los ejércitos (el ruso no es diferente) dependen de la tecnología de la información. Este factor, según Qiao, puede ser tanto una ventaja como una desventaja. La tecnología de la información, de hecho, se basa en los chips y la posibilidad de evitar la dependencia de estos instrumentos es ahora inexistente. Esto hace que la protección de los datos sea cada vez más problemática, y la incapacidad de superar las debilidades potenciales derivadas del alto nivel de informatización representa un riesgo permanente para la sostenibilidad de las capacidades y acciones militares. Por ello, el choque de poderes del siglo XXI (y el conflicto de Ucrania, con su mezcla de guerra tradicional y ataques cibernéticos, es su principal indicador y anticipador) tendrá lugar principalmente en el llamado ciberespacio.

En conclusión, la acción de Moscú (diseñada para no ser demasiado larga pero tampoco demasiado corta) sigue teniendo como objetivo imponer sus propias condiciones en la mesa de negociaciones: la neutralización de Ucrania y el reconocimiento de la anexión de Crimea y la independencia de las repúblicas del Este. No hay que olvidar que la Wehrmacht necesitó más de un millón de hombres y cinco semanas para derrotar a Polonia en 1939. En esa ocasión, tanto los alemanes como los polacos se preocuparon poco por la población civil. En la actualidad, Rusia ha optado por limitar al máximo los ataques a los núcleos de población y establecer (de acuerdo con su homólogo en Kiev) corredores humanitarios que, por el momento, no parecen funcionar de forma óptima debido al obstruccionismo de los grupos paramilitares ucranianos (el infame Batallón Azov, sobre todo).

Si Moscú tiene una estrategia precisa a largo plazo, es igualmente cierto que Occidente también la tiene. De hecho, no se puede excluir que Occidente ya se haya preparado para la posibilidad de un gobierno ucraniano en el exilio. El envío de armas y la facilitación del viaje de mercenarios y terroristas internacionales al país de Europa del Este puede interpretarse con la voluntad precisa de continuar la desestabilización de la región si Moscú logra sus objetivos.

El hecho económico


El hecho de que el primer ministro israelí, Naftali Bennett, fuera a Moscú en Shabat para buscar una mediación en la crisis causó un gran revuelo. Aparte del factor geopolítico (mostrar amistad hacia Rusia podría ser útil en Siria contra la presencia iraní), no hay que pasar por alto los profundos intereses económicos y de estabilidad interna que tiene la entidad sionista en el conflicto. De hecho, una gran parte de la población de Israel, que entre otras cosas es uno de los principales importadores de trigo ucraniano, es originaria de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética. Por ello, una eventual prolongación del enfrentamiento no ayudaría en nada al equilibrio entre las distintas comunidades ex soviéticas dentro de la entidad sionista y una economía que, a pesar de los falsos mitos propagandísticos, ya vive en gran medida de la ayuda exterior.

Al hablar de los datos económicos, por supuesto, no se puede ignorar el tema de las sanciones. Dado que se ha hablado de "acciones sin precedentes" por parte de la Unión Europea, será bueno analizar qué efectos reales pueden tener estas acciones. A este respecto, se puede partir del hecho de que Rusia dispone de un tesoro de 630.000 millones de dólares que puede gastarse para soportar la carga de las mencionadas "acciones sin precedentes". También hay que recordar que en los últimos años, tal vez como preparación para la guerra y la respuesta occidental, Rusia ha reducido su proporción de deuda en relación con el PIB (la deuda pública rusa es del 12,5% del PIB, mientras que la estadounidense es del 132,8%); ha reducido su deuda externa; ha acumulado grandes cantidades de oro (2.300 toneladas), el activo refugio que aumenta su valor junto con las crisis geopolíticas; y se ha deshecho a sabiendas de los títulos de deuda estadounidenses. A esto se añade la enorme disponibilidad de materias primas y la estrecha relación con los dos mayores países fabricantes del mundo (China e India, que tienen poca intención de seguir la vulgata sancionadora). A la abundancia de materias primas se añade la producción avanzada de aluminio, titanio (el grupo ruso Vsmpo-Avisma cubre en gran medida las necesidades de titanio de Boeing y Airbus) y paladio (50% de la producción a escala mundial). Por no hablar de la producción de cereales, cuyo bloqueo de las exportaciones ya está poniendo en crisis al sector italiano de la pasta (un tema para un posible estudio en profundidad sobre la geopolítica de la alimentación). Esto significa que cualquier contra-sanción rusa tendría efectos potencialmente devastadores en la economía europea, ya de rodillas tras dos años de gestión desastrosa de la crisis pandémica. Todo para el deleite de Washington, que al sentar las bases de este conflicto había visto una gran oportunidad para deshacerse del principal competidor de la hegemonía del dólar: el euro. Por eso sigue invitando a sus vasallos europeos a suministrar aviones de combate a Kiev. El objetivo, de hecho, es ampliar el conflicto a todo el continente.